A más de 2,700 metros de altura, escondido en las montañas desérticas de San Luis Potosí, Real de Catorce se aparece como un espejismo entre neblinas y ruinas plateadas. Llegar no es fácil: hay que atravesar el túnel Ogarrio, un conducto de más de dos kilómetros excavado en roca pura que marca el paso entre lo ordinario y lo místico.
El pueblo, otrora próspero centro minero, parece suspendido en el tiempo. Las calles empedradas crujen bajo las suelas, las fachadas desgastadas cuentan historias de oro y despojo, y los habitantes —algunos, descendientes de antiguos mineros— reciben al viajero con la calma de quien ha hecho las paces con el silencio.
En octubre, Real de Catorce se llena de vida con la peregrinación al Santo Charrito, una devoción que reúne miles de fieles. Pero incluso fuera de temporada, hay una energía difícil de explicar: la mezcla entre lo espiritual, lo mineral y lo histórico lo convierten en un lugar donde no solo se viaja: se transforma.